domingo, 5 de febrero de 2012

LA EXPERIENCIA DE LA AMISTAD CON CRISTO

Juan 1,35 Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. 36 Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». 37 Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. 38 Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: « ¿Qué buscáis?» Ellos le respondieron: «Rabbí - que quiere decir, "Maestro" - ¿dónde vives?» 39 Les respondió: «Venid y lo veréis». Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima. 
El evangelio de los primeros discípulos como lo muestra san Juan, muestra los rasgos centrales de lo que Jesús propone a sus discípulos. Todo tiene que partir de la experiencia que cada uno hace de Jesús. De eso no se puede prescindir. El camino de inicio de cualquier seguidor de Jesucristo no puede ser una teoría, una doctrina, una ética. En un momento u otro, el encuentro tiene que darse con la persona de Cristo. Pero eso requiere un corazón dispuesto a buscar, porque las respuestas que la vida da no satisfacen, porque los elementos con que la vida quiere llenar el corazón se descubren huecos, vacíos, incapaces de corresponder a los anhelos del corazón. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad.(Benedicto XVI) La pregunta de Cristo a los discípulos es para todos nosotros. ¿Qué es lo que buscamos en la vida? No basta con responderse por lo que nos entretiene, por lo que nos ocupa, por lo que nos absorbe. Todo eso sabemos que a la larga ni se sostiene ni nos llena. Lo que buscamos es lo que va a dar sentido a nuestro corazón. Lo único que da sentido a la vida es saber donde se vive, dónde hay vida. Ya nos rodean muchas cosas de muerte en la vida, nos rodea la pérdida del bien, de la verdad, de la conciencia. Todo eso no lo podemos solamente contemplar como un problema. Tenemos que aprender a verlo como una pregunta para nuestro corazón. Ante el misterio del mal que nos rodea, no es la economía, ni la política, ni el poder humano quien lo resuelve. Lo resuelve alguien que se entrega como un don de Dios para cada uno de nosotros. Lo resuelve el único que se puede señalar como el Cordero de Dios. Para los discípulos de Juan Bautista la expresión era muy clara pues hacía referencia al canto de Isaías, capítulo 53, en el que el Siervo de Yahveh se entrega por los demás, carga sus culpas, lleva sus dolencias 4 ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. 5 El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. 6 Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. 7 Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca. Al misterio de la muerte y del mal, Dios responde con el amor que se entrega. Ese amor que se entrega es fuente de vida para todos los que los siguen, para quienes hacen la experiencia de Él. De este modo, la experiencia personal de Cristo como la señal del amor de Dios que no defrauda en medio de cualquier experiencia del mundo, se hace una certeza. La experiencia de la amistad con Cristo nos da la certeza de que él hará lo que sea para que nosotros nos encontremos con su amor, una certeza que sostiene en medio de cualquier vicisitud.

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