lunes, 22 de octubre de 2012

TERCER MOMENTO: LA MUJER QUE ENCUENTRA A JESÚS RESUCITADO




La realidad de la muerte del Maestro no es lo último en la lógica de Dios. Ciertamente es algo duro, difícil. Pero no es el final. Eso María Magdalena no lo sabe, su horizonte está cerrado con la muerte del maestro. Pero al discípulo que ha atravesado la cruz, se le ofrece la certeza de la resurrección. La resurrección de Jesús, para María Magdalena, no es solamente el bonito final de una triste historia. Es, por encima de todo, la posibilidad de llevar a plenitud su encuentro con Jesús, un encuentro que transforma su vida. Así nos lo hace saber el evangelio de san Juan 20, 11-18: María se quedó afuera, junto al sepulcro, llorando. Y llorando como estaba, se agachó para mirar dentro, y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús; uno a la cabecera y otro a los pies. Los ángeles le preguntaron: —Mujer, ¿por qué lloras? Ella les dijo: —Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto. Apenas dijo esto, volvió la cara y vio allí a Jesús, pero no sabía que era él. Jesús le preguntó: —Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el que cuidaba el huerto, le dijo: —Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto, para que yo vaya a buscarlo. Jesús entonces le dijo: — ¡María! Ella se volvió y le dijo en hebreo: — ¡Rabuni! (que quiere decir: «Maestro»). Jesús le dijo: —No me retengas, porque todavía no he ido a reunirme con mi Padre. Pero ve y di a mis hermanos que voy a reunirme con el que es mi Padre y Padre de ustedes, mi Dios y Dios de ustedes. Entonces María Magdalena fue y contó a los discípulos que había visto al Señor, y también les contó lo que él le había dicho.

María Magdalena pasa de ser una mujer derrotada por la cruz, a ser una mujer apóstol de los apóstoles. La cruz para María Magdalena ha sido algo real, hasta el desconcierto más absoluto. Pero el participar de la resurrección le da algo absolutamente distinto: la certeza de que ni siquiera la muerte más ignominiosa es más fuerte que el poder de Dios. La certeza de que (aunque sea jugar con las palabras) hay certezas más fuertes que las propias certezas. Son las certezas que Dios da.
Jesús primero la llama mujer, luego la llama por su nombre María. María deja de ser una simple mujer, para empezar a ser la persona conocida, para empezar a ser de nuevo la seguidora de Jesús al que ella llama maestro. Como lo expresa Martin Descalzo: Jesús se deja conocer entonces. (…) Pone en labios del Resucitado algo tan simple como un nombre familiar dicho de un determinado modo. Y basta ese nombre para penetrar las tinieblas que rodean a la mujer. Desaparecen miedos y temores y se abre paso una fe esplendorosa. Ahora sí siente María que caen todas las barreras. Se arroja a los pies de Jesús como hiciera en el convite en casa de Simón y comienza a besar y abrazar sus pies descalzos.
La experiencia de la resurrección cambia a María Magdalena, la hace nueva por dentro, es decir, la hace volver a vivir, pero ya no para sí misma y en su propio mundo, sino apoyada de modo total en la certeza de la vida nueva de Cristo, al estilo de la vida nueva de Cristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal como nos lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y para discernir lo que nosotros debemos hacer en las actuales circunstancias. (Aparecida, 139).
Pero, además, se produce algo diferente. La mujer que era pecadora, que se hace discípula de Jesús con sus bienes, que es testigo de la muerte del maestro, se hace testigo de la vida nueva con la resurrección. Su vida anuncia que en la vida de todo ser humano se cruza la santidad y el pecado, santidad que ayuda a uno mismo y a los demás a ser mejores, pecado que invita a una constante conversión para experimentar la misericordia del Padre. Su vida anuncia la alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, porque Cristo, al hacerse uno como nosotros, al compartir nuestra debilidad y transformarla con su resurrección, ilumina todos los instantes, grandes o pequeños, de nuestra vida y en ellos le podemos encontrar.

lunes, 15 de octubre de 2012

EL SEGUNDO DE TRES PASOS: ESTAR A LOS PIES DE LA CRUZ




El seguimiento de Jesús no es solo escuchar su palabra y colaborar con él. El seguimiento de Jesús debe confluir en la configuración con él. Y esto implica, de modo necesario el participar en lo que se conoce como el misterio pascual, esto es, en su muerte y resurrección. Una participación que viene claramente simbolizada en el bautismo: muertos al pecado pero vivos para Dios. Una participación que se vive en cada Eucaristía, pues cuando nos acercamos a comulgar, recibimos el sacrificio del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. María Magdalena progresará en su encuentro con Jesús participando de su cruz. Así nos lo narra el evangelio de san Marcos: 15:44-47 Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto, y llamando al centurión, le preguntó si ya estaba muerto. Y comprobando esto por medio del centurión, le concedió el cuerpo a José, quien compró un lienzo de lino, y bajándole de la cruz, le envolvió en el lienzo de lino y le puso en un sepulcro que había sido excavado en la roca; e hizo rodar una piedra a la entrada del sepulcro. Y María Magdalena y María, la madre de José, miraban para saber dónde le ponían. 

María hace de testigo de la sepultura de Jesús, es testigo junto con otra mujer, para dar certeza de que en verdad Jesús ha muerto. A ella no le toca morir con Jesús, pero sí dar testimonio de su muerte. El discípulo de Jesús tiene que atravesar con Jesús el misterio de la muerte. El misterio de la muerte no solo debemos entenderlo como una desaparición física, sino, sobre todo, como una donación hasta el final. No siempre los seres humanos entendemos esto. No siempre se nos abre los ojos para contemplar que la donación total del Hijo de Dios es una señal de que el amor de Jesús por nosotros no tiene ningún límite, que va más allá de lo que los seres humanos podemos ser capaces de prever. Se nos hace extraña una donación de este estilo. Pero no lo es para Dios. La muerte de Jesús entra en la lógica de Dios, que quiere destruir el egoísmo que causa el pecado precisamente con su opuesto, con el amor que renueva la amistad. El discípulo de Jesús, si es verdadero, como lo es María Magdalena, no puede eludir el comprometerse como el maestro. 

Nosotros no sabemos cómo seremos partícipes de la cruz del Señor, pero no le deberemos sacar el bulto cuando se nos presente. Sobre todo, la cruz que nos hace testigos del principal gesto de Jesús: renunciar a sí mismo, dejar de lado el egoísmo. No sabemos si un día se nos pedirá una cruz física, ni que rostro tendrá. Lo que sí es cierto es que ya desde ahora podemos y debemos participar en lo central de la cruz de Cristo: renuncia al egoísmo y entrega generosa en todo lo que podamos, identificándonos con Jesús-Camino, abriéndonos a su misterio de salvación para que seamos hijos suyos y hermanos unos de otros; nos identifica con Jesús-Verdad, enseñándonos a renunciar a nuestras mentiras y propias ambiciones, y nos identifica con Jesús-Vida, permitiéndonos abrazar su plan de amor y entregarnos para que otros “tengan vida en Él”. (Aparecida n.137) María Magdalena tendrá que entender que no es posible seguir a Jesús sin la cruz, sin la renuncia, sin la muerte del egoísmo. A María Magdalena deberá entender que el seguimiento de su Maestro implica una donación sin reservas. De este modo, el rostro de la cruz se hace también el rostro de María Magdalena. Jesús no quiere dejar fuera del misterio de la cruz a esta mujer que lo había seguido con fidelidad. No lo hace, porque el misterio de la cruz está ligado al misterio del amor, al misterio de la redención del pecado y a la victoria de la vida de Dios en el ser humano.

lunes, 8 de octubre de 2012

EL PRIMERO DE TRES PASOS: LIBRARNOS DEL MAL Y SERVIR CON EL BIEN


(Les comparto el segundo momento de las reflexiones que acompañaron el retiro LA FUERZA TRANSFORMADORA DE UN GENUINO ENCUENTRO CON JESUCRISTO. LA EXPERIENCIA DE MARÍA MAGDALENA. en este caso les dejo una reflexion sobre la primera etapa que todos tenemos que llevar a cabo)


LOS TRES PASOS DEL ENCUENTRO DE MARÍA MAGDALENA CON JESÚS
¿Quién es esta mujer que nos sirve de modelo de un encuentro transformante con Jesús? Sabemos de ella por los cuatro evangelistas, que nos la presentan como una de las discípulas del círculo cercano a Jesús. María es un testigo de la vida pública del Señor, y de un modo especial lo será de la Pasión y de la resurrección. La fisonomía que la Sagrada Escritura nos ofrece, es suficiente para que podamos establecer basado es la experiencia de Maria Magdalena, un itinerario en el encuentro con Jesucristo. Este itinerario es el camino que todo aquel que se encuentra con Jesús tiene realizar; dejarlo truncado llevará a una experiencia no solo parcial, sino también decepcionante de Cristo, y por lo tanto incapaz de transformar la vida.

PRIMER MOMENTO: LA MUJER QUE SIGUE A JESÚS POR HABER SIDO LIBERADA DEL MAL Y LO SIRVE CON SUS BIENES
En el capítulo 8 (1-3) de San Lucas se nos dice lo siguiente: Después de esto, Jesús anduvo por muchos pueblos y aldeas, anunciando la buena noticia del reino de Dios. Los doce apóstoles lo acompañaban, 2 como también algunas mujeres que él había curado de espíritus malignos y enfermedades. Entre ellas iba María, la llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; 3 también Juana, esposa de Cuza, el que era administrador de Herodes; y Susana; y muchas otras que los ayudaban con lo que tenían.
El evangelio nos presenta a Jesús anunciando la buena noticia del reino, que se hacía presente en su persona, por medio de su palabra y por medio de sus signos. Este mensaje requiere como condición central el seguimiento de Jesús. El evangelista narra quiénes eran los que lo acompañaban de modo constante en esta tarea: los doce apóstoles y algunas mujeres. De estas mujeres, se dice expresamente que habían sido curadas de espíritus malignos o de enfermedades. La presencia de estas mujeres nace, por lo tanto, de la gratitud hacia Jesús, nace de la certeza de haber sido liberadas del mal. Como dice Benedicto XVI: Entre las “ovejas perdidas” que Jesús salvó hay también una mujer de nombre María, originaria del poblado de Magdala, junto el Lago de Galilea, y por esto llamada Magdalena. Hoy se celebra su memoria litúrgica en el calendario de la Iglesia. El Evangelista Lucas dice que Jesús hizo salir de ella siete demonios (Lc 8,2), es decir, la salvó de un total sometimiento al maligno. María Magdalena encabeza la lista de las mujeres que siguen a Jesús de cerca, mujeres que tienen dos rasgos:
En primer lugar, son mujeres que han sido liberadas del mal. El mal, que lo podemos tomar en cualquiera de sus dimensiones. Tanto en su dimensión más llamativa, como la posesión diabólica, o en su dimensión más grave, que es el pecado que desgarra el corazón. El mal se apodera del corazón con el pecado, y deja como fruto la desazón interior, la amargura, la certeza de una esclavitud, el mal, que rompe las relaciones con Dios y con los demás. No hay posibilidad de paz interior mientras el mal es el dueño de la vida. El evangelio habla de los siete demonios que la poseían. Un símbolo de un mal completo que se adueñaba de su persona, totalmente sometida al mal. El primer paso de la relación con Jesús, del encuentro con él, es precisamente este: el vernos libres del mal, el tener la certeza de que el mal no tiene la última palabra sobre el ser humano. Pero esto no basta.
En segundo lugar, el seguimiento de Jesús no es solo algo negativo. El seguimiento de Jesús es también un camino de crecimiento, en el cual, el trabajo en el bien tiene que ser parte de la existencia. Por eso, la forma en que el evangelio dice que estas mujeres que seguían a Jesús le ayudaban con sus bienes materiales, nos permite entender que ellas hacían del seguimiento de Jesús parte de su proyecto de vida y motivo de un crecimiento en el bien como parte del proyecto, que se hace trabajo concreto en lo diario. Podríamos pensar que verse libre del mal, y seguir a Jesús haciendo el bien es todo. Pero no es así.
El verdadero seguimiento de Jesús nos va llevando poco a descubrir algo más. Seguirlo no es solo moverse detrás de él. Seguirlo es identificarse con él, es generar un dinamismo que va transformando en él, como lo dicen los Obispos de América en el Documento de Aparecida n.136: La admiración por la persona de Jesús, su llamada y su mirada de amor buscan suscitar una respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda su persona al saber que Cristo lo llama por su nombre (cf. Jn 10, 3). Es un “sí” que compromete radicalmente la libertad del discípulo a entregarse a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Es una respuesta de amor a quien lo amó primero “hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1). En este amor de Jesús madura la respuesta del discípulo: “Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57).
De un modo muy hermoso lo describe Jose Luis Martin Descalzo: Si Jesús logró rescatar a Magdalena de sus siete demonios carnales y devolverla al seno del hogar, tendríamos muy lógicamente explicada la amistad de Cristo con esta familia; habríamos entendido que esta mujer tuviera dos almas, vertiginosa la una e infinitamente tierna la otra, cuando se encontraba ante el hombre que le descubrió la luz de su espíritu. Entenderíamos bien esa entrega total de Magdalena, a quien Jesús habría arrancado la máscara de pecado que cubría un corazón hondamente religioso. Y no necesitaríamos sucias imaginaciones para entender el atractivo que Jesús inspiraba en ella: le había devuelto el alma; le había descubierto que el verdadero amor no estaba ni en la falsa religiosidad de su adolescencia, ni en las entregas carnales de su juventud, sino en algo infinitamente más hondo y apasionante. Jesús habría incendiado su vida con algo mucho más radical que un atractivo carnal. Y, al mismo tiempo, habría sembrado en ella muchas más preguntas que respuestas, lo mismo que hizo con la samaritana: por eso ella gustaba de sorber sus palabras, para averiguar qué había en el fondo de aquel hombre misterioso que la había reconciliado con la vida.

jueves, 4 de octubre de 2012

PESAR LA VIDA, ENCONTRAR A DIOS


Cada momento de la vida humana tiene su importancia particular, y es propio de los seres humanos el darse cuenta del significado de ese momento. La vida puede pasar muy rápidamente, y diluir, de modo imperceptible, el peso que cada situación tiene para nosotros. Por eso, la presencia de ciertos eventos, particularmente marcados, nos sirven para no dejar pasar con ligereza lo importante. Nos encontramos al inicio del año de la Fe, un evento que puede ser solo un título, o el motivo para realizar algún que otro ritual, pero que no cambie la vida. Sin embargo, el año de la Fe, como nos recuerda el Papa Benedicto XVI, es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Todos necesitamos cambiar para mejor de modo constante. Necesitamos dejar atrás muchas cosas y tender hacia otras que nos hagan personas de más valía. 
El proceso de cambio, de mejora, solo puede ser llevado a cabo por un motor interior, solo puede ser llevado a cabo por el amor, porque solo el amor responde al Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida, mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). (…) este Amor lleva al hombre a una nueva vida. De eso se tratan los grandes eventos de la vida, de hacernos capaces de cambiar, cambiar los pensamientos, cambiar la limpieza de nuestras emociones, cambiar la orientación de los comportamientos, por medio de una purificación y de una transformación, que, con frecuencia, es lenta, pero es real y que terminará el día de nuestro encuentro pleno con Dios, en la otra vida. No hay fe verdadera, si no hay una novedad de pensamiento, de acción, que cambia la vida del ser humano. Por eso puede sernos de utilidad el reflexionar un poco sobre lo que implica el encuentro de verdad con Cristo. Un encuentro que comenzó cuando éramos pequeños, pero que tiene que madurar en las diversas etapas de la vida. Un encuentro que aunque a veces transita por momentos de lejanía a veces, o de acercamiento otras, sin embargo que pide madurarse, para no dejar la relación con Dios en una situación de infantilismo, que acaba por no significar nada real en la vida, o, a lo mucho, acaba por ser una aspirina para determinados momentos, en los que nos urge tener algo espiritual a mano.
La consideración de la trayectoria de María Magdalena puede ser un modelo de relación entre Jesús y nosotros, que nos permite medir la autenticidad de nuestro encuentro interior. (CONTINUARA)